En mis paseos, hay algo que no deja nunca de sorprenderme. Frente a determinados paisajes me embarga una extraña emoción. Una mezcla imposible de terror y seguridad que me conecta de forma poderosa con algo abstracto a la vez que familiar. Puede durar apenas unos segundos, pero su carácter paradoxal me impacta de forma sorprendente dejándome revuelto y confuso. Consigue desplazarme por un momento, sacarme de mí, extrañarme. Suena terrible, pero sienta muy bien y te deja una sensación muy agradable. Me atrevería a decir incluso, que resulta adictivo, por lo mucho que lo busco.
Existen lugares ante los cuales los hombres han experimentado siempre fascinación, temor y espanto a un mismo tiempo: los océanos, los volcanes, las montañas, los bosques, los desiertos. Lugares inhóspitos, misteriosos e inabarcables que evocan la muerte, humillan con su amplitud e inmensidad. Te ponen en tu sitio recordándote tu pasajera y precaria existencia. Pero a la vez, te hacen descubrir la voluptuosidad de perderse en el todo, el placer de lo sublime. Sin duda, algo de esto sucede cuando vemos una bonita puesta de sol, o contemplamos la tierra desde una cima. En estos momentos algo te hace trascender la mediocridad y la banalidad de lo cotidiano re-conectándote con la naturaleza y el cosmos. Parece místico, y lo es, pero estoy seguro de que todos lo hemos experimentado más de una vez. Eso es lo mejor. No se trata de un sentimiento exclusivo, reservado a unos pocos. Lo sublime es un concepto democrático ( aunque las democracias poco tengan de sublimes).